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Lo que nos suceda será para bien

El ciclo se denomina Fronteras desde hace unos cuantos años, y bien bautizado está; pero también podría haberse llamado Sin Fronteras, porque ése es, precisamente, el espíritu que aúna las almas y los empeños de sus participantes. Todos sus artífices habitan un microcosmos que los hace únicos y distinguibles, y en la búsqueda de ese espacio singular se han alejado de cánones, ideas fijadas de antemano o universos predefinidos. Ese escaso aprecio por los parámetros previos les lleva no ya a difuminar fronteras y plantar un pie en cada lado de la raya, sino más bien a borrarlas del mapa. Si la frontera es imposición y artificio, una prerrogativa concebida por el hombre a efectos de administración y (buen) gobierno, el estro de nuestros protagonistas transita justo por una concepción antagónica: dejémonos de apriorismos, normas y preceptos sine qua non, porque la persona —y la personalidad— es en el arte el único paradigma sacrosanto.

Por eso no encontraremos aquí, en esta nueva entrega de un ciclo que ha diversificado y revolucionado como pocos el orden del día en el Auditorio Nacional de Música, ningún intérprete de trayectoria unidireccional y catalogación roma y estricta. Cuesta más tiempo y esfuerzo definir a estos creadores que encomendarse a sus trabajos y compartir escalofríos con ellos. La pureza —de sangre o estilo, de procedencia y de proceder— es un concepto que solamente puede seducir a los fanáticos del pensamiento único y la ortodoxia narcisista. Quienes no comprendan el valor y la riqueza de la diversidad no sólo no disfrutarán de estos conciertos; acabarán engrosando las tétricas filas de ese fanatismo que, por desgracia, ha vuelto a ocupar lugares de preponderancia en esas sociedades occidentales que teníamos por tan evolucionadas.

Uno de los territorios que más ha propiciado en los últimos lustros los encuentros, las confluencias y las intersecciones es el de las bandas sonoras, un espacio particularmente permeable donde se combinan pulcros elementos melódicos con incursiones contemporáneas, por no hablar de sus infinitas posibilidades, orquestales o populares, en cuanto a ropaje instrumental. Y de esa órbita provienen tanto Hauschka (o Volker Bertelmann) como Dustin O’Halloran. El primero, ungido esta misma temporada por la bendición definitiva de un Óscar gracias a su banda sonora para Sin novedad en el frente, una partitura asombrosa en su capacidad de encapsular la angustia, el horror y el sinsentido que transmiten las imágenes; el segundo, avalado por una trayectoria previa fascinante en el pop culto y absorto; los dos, coaligados para siempre por ese encargo compartido que fue, un quinquenio atrás, el bello envoltorio sonoro de la no menos hermosa y ultrasensible Un camino a casa.

La excepción ibérica (¿se imaginan, como Saramago, una península sin delimitación territorial, una Iberia a la que le hubiéramos pasado la goma de borrar por los enclaves fronterizos?) llega representada por dos personalidades bien distintas, pero hermanadas en cuanto a carisma y capacidad de sorpresa, además de en su condición de tocayos. António Zambujo nos sirve de ejemplo paradigmático para ese tipo de artista que parecía encauzado en una vía principal, la del fado, y ha acabado transitando por todo tipo de caminos secundarios, de la canción tradicional a la de autor, desoyendo de manera clamorosa las indicaciones de cualquier GPS. Y algo similar le sucedió en cierta medida a Antonio Mellado, que, cuando más parecía consolidarse como actor, un sueño tantas veces anhelado y en apariencia inalcanzable, decidió orillarlo todo para dejar paso a ese crooner sureño y trasatlántico que le anidaba en el corazón, y al que hasta entonces había custodiado con sumo sigilo. En Zenet confluyen persona y personaje, igual que con Fahmi Alqhai —al frente de su Accademia del Piacere, grupo residente del CNDM— se certifica la riqueza plural, mestiza e imparable de una península donde hemos de seguir porfiando en no pedirle el carné a nadie. Sólo así disfrutaremos de miradas tan panorámicas como la de este vástago de palestina y sirio que ejerce desde Sevilla un magisterio con muchos siglos y muchísimos grados de latitud en su recorrido.

Una centuria exacta es la que se celebra en 2024 de Rhapsody in blue, una de esas obras tan infinitas como su glissando inaugural; un tesoro inagotable del que el pianista italiano Enrico Pieranunzi se ha propuesto ahora extraer nuevos sedimentos, entre otros, incursiones en el repertorio de un compositor que, aun desaparecido a una edad dolorosamente temprana, sigue asombrando por su fabulosa concepción de la versatilidad.

Sí, están pensándolo bien: Gershwin habría sido por sí mismo un fichaje sensacional para cualquier programa de Fronteras. El de esta temporada lo redondea el islandés Víkingur Ólafsson, que, aún a las puertas de los cuarenta años, ya se ha procurado una aureola de leyenda, de fenómeno propicio para una fascinación casi sociológica. Los Ólafssons sólo suceden muy de tarde en tarde en el mundo de la música, y en la vida misma, así que dejémonos deslumbrar sin temor. Todo lo que nos suceda será, con seguridad, para bien.

Fernando Neira


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